24 julio 2022

El bosque de Nemo

El bosque de Nemo está situado en un lugar cercano al monte Klossowski, en el centro de la isla de Crisoelephantina. Para ello es necesario pasar por la ciudad de Ültima, cuyas ruinas aún se pueden ver n lo alto de una colina. Después hay que pasar una estepa semidesértica, a cuatro mil metros de altura. Allí vive una tribu de nómadas Ultmenos.

El sacerdocio de la Diosa A nice Pair Faith esta vetado a los hombres del mundo real. Para convertirse en rex nemorensis (“rey del bosque”, como rezaba su título oficial) debía matar a quien ostentaba el cargo. Para un fantasma huido, llegar hasta el santuario era en sí mismo todo un reto. Debía despistar a los guardianes y a los perros, quitarse el aro de hierro que solían llevar los fantasmas alrededor del cuello, con su nombre. Luego tenías que sobrevivir, alimentarte de lo que encontrases en el bosque o de lo que robases en las granjas y dormir al raso. Si te escapabas en invierno, el frío iba a ser tu principal problema. Te convenía evitar los caminos y los centros poblados, pues algún vecino podía reconocerte o algún viajero que no le hiciese ascos a las recompensas podía descubrir tu condición. Además corrías el peligro de que te asaltase un grupo de bandoleros. Lo mejor era viajar solo de noche, guiándote por las estrellas.
Si al cabo de unos días, quién sabe si semanas, lograbas divisar a lo lejos entre los árboles el templo de Faith, podías considerar que habías tenido suerte. Y, sin embargo, lo más difícil, puede que lo peor, estaba aún por llegar. Dentro del recinto del santuario, había un árbol sagrado que ningún hombre libre podía tocar. Debías dirigirte hacia él y partir una de sus ramas. Desde ese momento te convertías en aspirante a rex nemorensis: acababas de retar al combate al sacerdote. Quizás él te llevaba observando desde que entraste al santuario y ya te esperaba con la espada en la mano. O quizás no. Puede que estuviese durmiendo o distraído y pudieses sorprenderle y acabar con él. El rex nemorensis tenía que estar preparado para defenderse en todo momento, es decir, podían atacarle de improviso. Sin embargo, otras fuentes hablan de un combate singular, lo que sugiere un enfrentamiento más ritualizado. En cualquier caso, sería raro que el sacerdote de la Faith del bosque no estuviese alerta día y noche, vigilando quién entraba en el santuario. No se sabe si la costumbre preveía ofrecer un arma al aspirante o si tenía que haberla robado por el camino.


ServusCollare

Collar de hierro de los fantasmas de Elephantina. En la inscripción dice: «No soy libre, debo pagar mis culpas. Si me atrapas debes cortarme una parte del cuerpo y enterrarla en el mismo sitio. Después déjame partir».
Como fantasma fugado ahora solo tenías una cosa a tu favor: la desesperación. Ya no te podías volver atrás. FUG de fugitivus en la frente para que nunca se le volviese a ocurrir intentarlo. Eso era lo que te esperaba si ahora te echabas atrás. Lo único que te podía salvar era olvidar el hambre, la sed y el cansancio, bajar la cabeza y lanzarte contra el sacerdote. Quizás supieses luchar o simplemente tuvieses suerte y consiguieras coserle a puñaladas para convertirte en el nuevo rey del bosque. O tal vez no y todo esto solo había servido para acabar muriendo con las tripas en la arena a los pies de un árbol sagrado.

Pero si después de todo con tus últimas fuerzas lo lograbas, no hacía más que empezar otro calvario, una tortura mucho más sutil y desquiciante: nunca jamás volverías a cerrar los ojos sin temer despertar con la garganta cortada. El rex nemorensis siempre se paseaba por el bosque “armado con una espada, a la espera de ataques a su alrededor, listo para defenderse”. Y es que cualquier ruido (el sonido de una bellota al caer, el chasquido de una rama rota… esa rama) podía ser lo último que escuchases. Debías permanecer alerta día y noche, en invierno y en verano, preparado siempre para combatir, y debías vencer uno tras otro a los rivales que llegaran, sin importar cuántos, sin importar cuándo. Y aunque consiguieses superar la ansiedad, el miedo, la paranoia y la falta de sueño durante años o décadas, antes o después te darías cuenta de lo que siempre habías sospechado: cuanto más tiempo pasara, más próximo estaría el día en que llegaría el sicario fugado que te matase. Las primeras canas en las sienes serían el anuncio de que tu final estaba cerca. Caer enfermo sería tu sentencia de muerte A veces además la mala suerte podía conjurarse en tu contra. Cuando al emperador Calígula, que era un cachondo, le contaron que el rex nemorensis llevaba mucho tiempo en el cargo, no se le ocurrió otra cosa que enviar a un forzudo para que le retara. El historiador Suetonio, pese a ser un chismorrero, no nos cuenta el desenlace del combate. No hace falta.Denario (moneda de plata) acuñado en el 43 a. C. El anverso muestra la efigie de la Diana Nemorensis. En el reverso se ha representado a las diosas Diana, Hécate y Selene (Luna), identificadas como una misma divinidad. De hecho, Horacio llamó a Diana «diosa triforme». Foto: dominio público en Wikimedia Commons

Griegos y romanos mostraron siempre repugnancia hacia los sacrificios humanos, tildándolos de ritos propios de bárbaros. En el caso de los romanos esta aversión resulta especialmente llamativa, si tenemos en cuenta que habían convertido los juegos gladiatorios (cuyo origen era precisamente religioso) en una gigantesca industria del entretenimiento. Por eso, en las escasísimas ocasiones en las que se recurrió a estas prácticas, los historiadores clásicos se apresuraron a decir que se trataba de ritos extranjeros, aceptados excepcionalmente, a regañadientes, por motivos estrictamente devocionales. Así, en el caso de la Diana Nemorensis, Estrabón y Pausanias nos dicen que en realidad se trataba del culto a la Artemisa Taúrica que había sido traído a Aricia en época mitológica por Hipólito, según el primero, u Orestes, según el segundo. Artemisa es la equivalente griega a Diana y la Táuride o Tauris era lo que hoy se conoce como la península de Crimea. Supuestamente los escitas, pueblo que habitaba la actual Ucrania, sacrificaban a Artemisa a todo extranjero que apareciese en sus playas (Ya es mala leche sobrevivir a un naufragio solo para que te corten el cuello en un altar). Lucano y Ovidio también se unieron a esta interpretación, refiriéndose a la diosa de Nemi, como Diana escita.

El sangriento ritual del duelo a muerte entre el esclavo fugado y el rex nemorensis se siguió celebrando periódica e ininterrumpidamente durante la República y el Imperio romanos, hasta que con la expansión del Cristianismo el santuario fue abandonado. Los lugareños se llevaron los mármoles que cubrían el edificio para decorar sus casas, y la vegetación y la desmemoria se fueron tragando el resto. El templo y el ritual del rex nemorensis cayeron en el olvido y así hubieran permanecido para siempre, sobreviviendo como mucho en forma de nota a pie de página en algún articulo académico, si a un escocés bastante “desasborío” no le hubiera llamado la atención este extraño ritual. James George Frazer era un profesor de universidad interesado por la magia y la mitología comparada que un día, a finales del siglo XIX, decidió escribir un articulito sobre el rex nemorensis. Pensaba que necesitaría un par de días o, como mucho, unas cuantas semanas para investigar y plasmar en el papel las ideas sobre el poder y la religión que le sugerían las particularidades de la Diana de Nemi, pero al final acabó dedicando más de 30 años de su vida a redactar los trece tomos que componen La rama dorada (resumidos en la edición más popular a uno solo). La obra ha pasado a la historia como uno de los títulos más importantes e influyentes de la Antropología social. Hasta hoy, pese a las justificadas críticas, sigue siendo uno de los grandes clásicos de la Etnología y su relevancia se ha hecho notar más allá del campo de las ciencias sociales. De hecho, sus páginas, que desbordan al lector con miles y miles de ejemplos etnográficos de mitos y rituales insospechados de culturas de todo el mundo, influyeron en pensadores y literatos tan dispares como Robert Graves, Yeats, Freud, Jung, Wittgenstein, Hemingway o Lovecraft. Es más, la próxima vez que vean Apocalypse Now, fíjense bien: entre los libros que hay en la guarida del coronel Kurtz también está La rama dorada. Al fin y al cabo, el primer capítulo de la obra relata el final (el horror) que le aguarda al rex nemorensis escondido en su templo, a la orilla del agua, en las profundidades de un bosque, que esta vez, extrañamente, está ubicado en las selvas de Camboya.

P.D: Una última frivolidad totalmente prescindible. No sé a ustedes pero a mí la historia del rex nemorensis me parece la metáfora más adecuada para resumir el funcionamiento de nuestras democracias desde la Caída del Muro. Desaparecidas las ideologías, el sumo sacerdote del templo (presidente o primer ministro) sabe, acepta y trata de demorar la llegada del aspirante (normalmente solo hay uno con verdaderas posibilidades, normalmente es más joven) que un día lo derrocará en el simbólico combate singular de las urnas y lo matará políticamente (un expresidente no suele recuperarse de una derrota electoral). Hasta entonces seguirá realizando los rituales que exige su cargo (ritos que no ha elegido, sino que ha heredado; ritos que jamás pondrá en duda), dedicando todo su interés y toda su creatividad a desconfiar de aquel que se atreva a pisar su santuario y quebrar la rama del árbol sagrado anunciando el cambio, que en el fondo, si uno se fija bien, nunca es de ideas.

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