LA SUERTE DE BÁSIL (1992-2016)
Básil Gianaclis llegó a Nemoville un día de invierno del año
2016. La ciudad parecía sumida en una oscuridad inquietante, sin brillo y sin
esperanzas. Desde el final de la guerra estaba dividida en tres zonas, dos de
ellas ocupadas por las tropas vencedoras, los Nómadas del Ultmenistán y los
cazadores de la Malvasía, bajo la dirección de una Generala de aspecto poco tranquilizador.
La tercera zona estaba todavía bajo el mando de los
Titiriteros, una tribu que en otro tiempo había participado en la fundación de
la ciudad y que había mantenido el control sobre la parte oeste de la ciudad,
la que contenía las fabricas de zeppelines y otras instalaciones militares de los
tiempos del Explorador.
Básil acababa de cumplir treinta y dos años y se había
pasado los últimos diez años viviendo en Francia. Se había casado con una
pintora llamada Eloise, pero en los últimos tiempos todo se había complicado
bastante. Su mujer apareció muerta en unos acantilados cercanos a la casa donde
vivían, en Quiberon, y Básil fue considerado sospechoso por la policía y por
los padres de ella desde el primer momento. Acosado por la falta de dinero se
había refugiado en una pensión de Saint-Malo y de allí había dado el salto a la
isla de Crisoelephantina en una noche de niebla.
En la ciudad quedaban sus únicos parientes vivos, la tía
Aurita, que le había criado de niño, y sus primos Carlos y Flora. Su madre
había muerto siendo él muy niño y su padre había sido una figura desconocida, un
tal Néstor Gianaclis, que había abandonado a su mujer al poco de nacer el niño
y del que únicamente sabía que era de nacionalidad egipcia y qye trabajaba como
representante de una casa de pañuelos de algodón.
El viaje había sido peligroso y un tanto extraño. Habían
cruzado el Atlántico en un zeppelin reconstruido de los tiempos de la segunda
guerra mundial y al llegar a la costa sur de la isla habían tenido que pasar
una gruesa tormenta en medio de una marabunta de rayos y truenos.
Finalmente el zeppelin tomó tierra en una esplanada del
puerto, muy cerca de las ruinas del enorme faro que el explorador había
construido para homenajear al fundador de la ciudad, el capitán Nemo.
A un lado y a otro apenas quedaban vestigios de la estación
marítima, un edificio achaparrado y compacto que en otro tiempo había tenido
grandes arcos de medio punto en torno a su fachada, y tampoco se mostraban las
orgullosas fachadas de las casas de los grandes burgueses, de cinco o seis
pisos, construidas con torreones piramidales y cúpulas ovoides en algunos casos.
Tampoco quedaban rastros de las altas palmeras que crecían sobre el fondo
arenoso del Paseo Marítimo ni de los castilletes defensivos que flanqueaban los
extremos del puerto.
Lo que sí pudo ver fue la aún destacable superficie blanca
del Oceanic Club, la sólida mole del Hotel Riverside, el más antiguo de la
ciudad, y los torreones de entrada al castillo, al borde mismo del agua, con
sus garitas aún en pie.
A aquella hora del atardecer, la ciudad mostraba un aire de melancólica
tristeza, subrayada por las numerosas ruinas que se fue encontrando a su paso.
Tampoco se encontró apenas con gente en las calles y observó que una sólida capa
de suciedad, polvo y arena arrastrada por el viento parecía cubrirlo todo.
Con su maleta en la mano atravesó la avenida y fue a detenerse
frente al Hotel Riverside, donde sabía que había una parada de taxis.
El hotel también parecía pasar por horas bajas. En la planta
baja, a través de las grandes puertas que se abrían en la fachada, pudo ver que
no había ni un solo cliente en bar, iluminado por unas barras de flúor blancas,
y que la sala de billar permanecía tapiada con gruesas maderas colocadas de
cualquier manera.
En la parada de taxis había un único vehículo, un Ambassador
negro. Su conductor se levantó y metió la maleta en el portaequipaje trasero.
A la calle Conseil, número 7, por favor —dijo Básil.
Se subió al viejo automóvil y contempló como dejaban atrás
la avenida del Capitán Nemo, la fachada de piedra del Palacio Klossowski y la
Gran Basílica, de piedra muy oscura, También completamente tapiado.
Después atravesaron una puerta de la muralla y se
encontraron ante una calle amplia, flanqueada de chalets. Casi al final de la
misma, giraron en un par de ocasiones y penetraron en una calle un poco más
estrecha. Fue allí, frente a una verja de cemento, donde el taxi se detuvo. Era
la casa de tía Aurita, con sus tejados puntiagudos, sus largos ventanales y sus
muretes de piedra rodeando toda la casa. Tampoco había luces en las ventanas, como
en casi toda la ciudad.
Básil tocó en el timbre que había junto a la verja. Aguzó el
oído y escuchó un ruido en la casa. Después vio cómo se abría la puerta de
entrada y cómo aparecía ante sus ojos la silueta minúscula de Antonia, la vieja
criada que le había cuidado de niño.
Básil abrió la verja y fue a su encuentro. Ella se acercó
por el camino de grava y se abrazaron por un instante a mitad de trayecto. La
mantilla de lana olía de una forma agradable y Básil pudo escuchar un leve
sollozo mientras contemplaba el ralo jardín.
—Ay, Básil, cuánto tiempo… —dijo ella, con tono apagado.
Básil se agachó para besarla.
—¿Y vosotras cómo estáis? —preguntó Básil, intentando no
mostrar su emoción.
—Muy tristes, estos tiempos han sido terribles. La guerra,
la ocupación. Qúe bien hiciste marchándote a Francia, allí sería otra cosa ¿no?
—Bueno… —repuso Básil, recordando—. Allí también hubo otra
guerra, pero en mi casa.
—Va, pasa, ya nos contarás…
Cuando llegaron frente a la puerta, después de subir los nueve
escalones, Básil se detuvo un instante, dejó la maleta en el suelo y le
preguntó:
—¿Sigue enfadada conmigo?
—Supongo que no —dijo ella, empujándolo para que entrase—. Ya
se lo preguntas tú…