Recuerdo que una noche tuve un sueño, un sueño extraño que
me desveló y no me dejó dormir hasta poco antes del amanecer.
Estaba en lo alto de una montaña y escuchaba
un leve sonido de címbalos a mi alrededor, que parecían estallar como suaves
pompas de jabón. Miré a un lado y a otro y pude ver un extenso paisaje de altas
montañas cubiertas de nieve, una tierra misteriosa, azul y blanca, con ciudades
que destellaban en la lejanía, caravanas de mulas que recorrían estrechos
caminos, cuadrillas de comerciantes, soldados y aldeanos que iba de un lado a
otro, atravesando valles, cruzando inestables puentes sobre abismos
insondables, entrando y saliendo de misteriosas ciudades, llenas de calles
tortuosas, de torres, de palacios
con
cúpulas doradas, de rojos castillos salpicados de cañones, de culebrinas, de
mosquetes y alabardas. Entre todos ellos, unos lentos viajeros parecían
destacar allá a lo lejos, muy cerca de la montaña más alta. Y eran los címbalos
de sus cabalgaduras los que yo escuchaba, punteando armoniosamente el ritmo de
su marcha. Y mi mente viajaba con ellos, y de pronto vi que se trataba de mi
tribu, de la tribu de los Titiriteros, que iba a aquel país que había conocido
el verano anterior. Transportado por el aire, vi que en uno de los carromatos
iba Aroidi, con su sombrero troncocónico, y también Remaai, con su sonrisa
eterna, y Doroia, que jugaba al lado. También vi al Obispo, moviendo su báculo
por el camino, y al vendedor de arenques, azuzando a un viejo burro de color
zanahoria, y al Mochuelo, saltando de rama en rama. Detrás de ellos iba un
hombre de aspecto adusto, con un libro en la mano, leyendo una salmodia, y
detrás de él un árbol con forma humana, arrastrando una pierna que no conseguía
mover.
Pero no vi al viejo Losanrot, ni
a la Gitanita, ni a muchos otros miembros de la tribu.
“¿A dónde irán?” me pregunté, mientras el sonido de los
címbalos se apagaba en mi memoria y el rumor del viento me devolvía a la
realidad. “¿A dónde irán?” me pregunté
de nuevo, esta vez en voz alta, y desperté en mi cama, sumido en un intenso
estupor.
Gora Vorontsov, 2002.
El segundo cielo. Nubes vagantes son cortinas vagas del cielo.
“El segon cel, imaginat
en una nit d’estiu a la vora del mar”.
Jaume Sisa
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